El otro día comí con un gallego, en un restaurante gallego, en Barcelona.
Esto ocurrió a las puertas de la próxima convocatoria que abrirá la Editorial Col&Col de la beca literaria gastronómica en residencia Emilia Pardo Bazán, la cual se lleva cabo, nada más y nada menos, que en A Coruña.
Tomar caldo gallego en la Ciudad Condal mientras discutíamos acerca del hummus, del guacamole, de desenraizar un plato y de los afectos necesarios para que la gastronomía no se disipe entre automatismos y franquicias, es uno de los momentos más icónicos que podría haber imaginado.
Le miraba preguntándome: qué debemos tener en común este gallego y yo, para que nos importe tanto el trato que se le da al plato.
Todavía no he encontrado la respuesta a eso pero sé que ciertamente ni a sus amigos ni a los míos les importa demasiado de donde venga el plato o la bebida mientras les resulte o bien deliciosa o bien barata o bien muy fácil de hacer. (Y tal vez, que también sea saludable).
Recuerdo aquel día en que una antigua compañera de la carrera de Biología me contaba entusiasmada una nueva bebida que había descubierto. Unos amigos suyos habían vuelto de India, y el chico, se puso a cortar jengibre, rallar unas especias y prepararle, cómo era, cómo se llamaba.
Masala chai - respondí.
Eso, eso! Uy, tendrías que haberle visto que contento estaba preparándolo y qué rico. - contestó.
Fue de las primeras veces de mi vida en las que sentí vértigo gastronómico. Me la miraba, con el amor y la dulzura que siempre me despierta, pensando en todas esas comodidades a las que ella precisamente, sería incapaz de renunciar por tal de beber el masala chai de India.
El que prepara el hombre del puesto callejero, con las manos llenas de polvo y tizón, en vasos que a duras penas han pasado por un barreño de agua y que salen a decenas a primera hora de la mañana entre los trabajadores.
Mi mareo desde las alturas tenía que ver con la sensación que me producía que una bebida tan simbólica, tan fundamental en la vida diaria de los hindús, tomada de una forma tan concreta, pudiese llegar, como en el juego del teléfono, completamente despojada de su significado original.
Lo definía así de bien el comensal gallego: “en el pasado creamos un vinculo comiendo alrededor del fuego y ese es el vínculo que respetamos cuando respetamos la tradición y el origen de un plato.”
Esa es la responsabilidad, alejada de toda culpa, a la que debemos rendir cuentas. El respeto hacia ese grupo que creó un plato particular construyendo lo que se convertiría en el retrato de unas circunstancias históricas.
Las mejores formas para hacerlo, desde el uso de un nombre a la designación de un territorio, lo veremos en la próxima newsletter.
Ah, el encuentro y el menú gallego, lo cerramos con un buen trago de ratafia.
EL CAFÉ
Esta sección es tan itinerante como yo. En ocasiones puedo pasar semanas visitando diferentes cafés, terrazas escondidas, conversaciones espontáneas, nexos de ciudad y personas. Escenarios que me hace feliz compartir.
En otras ocasiones, puedo pasar meses delante de un mismo escritorio con vistas a los fiordos, los cuáles, por suerte o desgracia, no puedo compartir con vosotros, al menos, no con la misma facilidad.
Sin embargo, este último mes en Barcelona me ha regalado otro de esos rincones que nada más pisarlos dejan sin aliento.
Se trata del café del Museo Marítimo enfrente de la parada de metro de Drassanes, línea verde para quién no acostumbra a pasear por estas calles.
Tras bajar la escaleta te recibe un espacio de silencio y paz. Mesas que respetan la distancia mínima necesaria para degustar el café, leer, conversar durante toda la tarde con esa amiga que hacía meses que no veías, sin interferencias.
Con el único aliño de los árboles, la fuente y el falso camarote blanco que no puedes dejar de imaginarte por dentro.