Mis ojos mastican el crujiente de quién, ávaro, ha tomado para sí cada gota de aceite. Mis dedos sienten, al otro lado de la corteza, la turgencia de dos yemas que se resisten a ser quebradas. Hasta que un giro inesperado, las derrama sobre la pulpa verde, origen de placeres y desiertos. Cómo podía saber entonces que un desayuno nos delataba.
Con la alegría de quién en invierno encuentra huevos en el corral, nos encontramos el uno al otro. Qué sorpresa entre la hojarasca, dar con verdes esmeraldas.
Nos acompañamos cuando las ampollas ya habían curado, cuando el cuerpo había dejado atrás cualquier peso y estaba listo para la caída libre.
Nos armamos, no de valor, de risas, nueces, chocolate y bananas. Valentía nos sobraba. Ahí estábamos los dos, desafiantes, entregándonos al completo. He sufrido, yo también. Me pasabas la copa de vino que bebí para inmortalizar el momento.
Entre capas de calabacín, tomate, almendra pulverizada enfrentábamos una niñez y la otra. Se reflejaban en el mar tinerfeño, donde nadamos como recién casados, donde entendimos que vibrar con la vida significaba ser capaz de desprender la misma cantidad sal que te envuelve, a través del cristalino.
Ojalá, como a un buen jamón ibérico, los rayos, la sal, el aire nos dejasen a ambos curados. Pero aparecieron las coqueras, los huecos, por un mal manejo de la materia prima.
“Eres como un pájaro cantor, llegas inundas la habitación, y desapareces” - dijiste, o tal vez, temiste.
Cómo quién no puede resistir llenar el plato en un buffet, trataste tú, de llenar tu vacío. Empezaste por un pedazo de fruta fresca. Nada cambió. Seguiste. Penetraste poco a poco el yogur, hasta perder de vista la cuchara en mitad de un tazón de náufragos: copos, cereales, crujientes, almendras, uvas, granos. Quebraste tu mano bajo el peso del brunost, el cheddar, el pan, el revoltijo de yemas, salchichas, bacon, tortitas, crepes, croissants, mermelada, mantequilla, azúcar, náusea.
Te postraste, perplejo, frente a la serranía de platos. Apenas unos minutos habían bastado para devorarte a ti mismo.
Presenciaste la mesa, la congoja, la falta de aire. Asustado, como quién pierde la noción antes de cometer un asesinato, contemplaste la escena de tu crimen. A penas se discernía lo que en cierta ocasión había sido una mesa vacía.
Tomaste un nuevo plato con firmeza, lo llenaste de salmón, hortalizas, pan crujiente y queso fresco. Te sentaste frente a él. Y respiraste. Te inundó el mismo alivio que te acompañó tras aquel salto juntos desde el Teide. Habías vuelto a tierra firme, después de un vuelo sin control. Y me buscaste.
Qué pena, darte cuenta tan tarde, de que en la mesa, no dejaste espacio para dos.